Re: [escepticos] Que le habeís hecho a Lagonio
Jaime Rudas
jrudasl en gmail.com
Sab Ago 13 03:43:03 WEST 2011
Hola, Claudio, Francisco:
> [Claudio J. Chiabai]
> Ya que estamos en esto. Yo estuve viendo libros y "El error de Descartes"
es
> uno que me gustaría leer, pero estaba en duda si era interesante, por lo
> tanto
> no lo compre. ¿Vale el esfuerzo monetario? ¿Es interesante? ¿Da para
> reflexionarlo luego?
>
> [Mercader]
> He leído por ahí unos comentarios sobre Damasio que me han puesto en
guardia
> y es esto:
> =====Desde aquí============
> ...Hay quienes se preguntan si este tipo de investigaciones y sus
> conclusiones insinúan que el amor, la generosidad, la bondad, etc. son
sólo
> el resultado de la regulación neurobiológica orientada a la supervivencia.
A
> estas cuestiones, Damasio responde: "Indudablemente, no es así. [...] La
> magnitud del sentimiento y la belleza del mismo no se ponen en peligro si
> nos damos cuenta de que la supervivencia, el cerebro y la buena educación
> tienen mucho que ver con las razones por las que experimentamos dichos
> sentimientos".
> =====Hasta aquí===============
> Si lo he entendido bien, Damasio sigue considerando, como si de cualquier
> crédulo se tratase, que el amor, la generosidad y la bondad son valores
> cuasi trascendentes situados más allá de lo medible y tocable.
[Jaime]
Yo, en cambio, entiendo lo contrario: que el hecho de que descubramos los
mecanismos físicos que subyacen en el amor, la generosidad y la bondad no
hacen menos nobles esos valores.
Como referencia, al final dejo la introducción a *El error de Descartes*.
Saludos,
Jaime Rudas
Bogotá
Introducción
Aunque no puedo decir con seguridad qué es lo que excitó mi in-
terés en las bases murales de la razón, sé cuando me convencí
de que las teorías tradicionales sobre la naturaleza de la racionali-
dad no podían ser correctas. Desde una época muy temprana de mi
vida se me había advertido de que las decisiones acertadas procedían
de una cabeza fría, que las emociones y la razón no se mezclaban,
como el aceite y el agua. Crecí acostumbrado a pensar que los meca-
nismos de la razón existían en una región distinta de la mente, don-
de no debía permitirse que la emoción se entrometiera, y cuando
pensaba en el cerebro que había detrás de esta mente imaginaba sis-
temas neurales separados para la razón y la emoción. Era ésta una
opinión muy generalizada sobre la relación entre razón y emoción,
en términos mentales y neurales.
Pero ahora tenía ante mis ojos al ser humano más frío, menos
emocional y más inteligente que uno pueda imaginarse y, sin embar-
go, su razón práctica estaba tan deteriorada que producía, en los ex-
travíos de la vida cotidiana, una sucesión de errores, una violación
perpetua de lo que se consideraría socialmente apropiado y perso-
nalmente ventajoso. Había poseído una mente completamente sana
hasta que una enfermedad neurológica dañó un sector concreto de
su cerebro y, de un día para otro, provocó este profundo defecto en
la toma de decisiones. Poseía intactos los instrumentos que general-
mente se consideraban necesarios y suficientes para el comporta-
miento racional: tenía el conocimiento, la atención y la memoria ne-
cesarios; su lenguaje era impecable; podía efectuar cálculos; podía
habérselas con la lógica de un problema abstracto. Sólo existía un
complemento significativo a su fracaso en la toma de decisiones: una
notoria alteración de la capacidad de experimentar sentimientos. La
razón defectuosa y los sentimientos menoscabados aparecían juntos
como consecuencia de una lesión cerebral específica, y esta correla-
ción me sugirió que el sentimiento era un componente integral de la
maquinaria de la razón. Dos décadas de trabajo clínico y experi-
mental con un gran número de pacientes neurológicos me han per-
mitido replicar muchas veces esta observación, y transformar un in-
dicio en una hipótesis verificable.1
Empecé a escribir este libro para proponer la idea de que tal vez
la razón no sea tan pura como la mayoría de nosotros pensamos o
desearíamos que fuera, que puede que las emociones y los senti-
mientos no sean en absoluto intrusos en el bastión de la razón: pue-
den hallarse enmallados en sus redes, para lo peor y también para lo
mejor. Probablemente, las estrategias de la razón humana no se
desarrollaron, ni en la evolución ni en ningún individuo aislado, sin
la fuerza encauzadora de los mecanismos de la regulación biológica,
de los que la emoción y el sentimiento son expresiones notables.
Además, incluso después de que las estrategias de razonamiento se
establecen en los años deformación, probablemente su despliegue
efectivo depende, en gran manera, "de una capacidad continuada de
experimentar sentimientos.
Esto no significa que las emociones y los sentimientos no puedan
causar estragos en los procesos de razonamiento en determinadas
circunstancias. La sabiduría tradicional nos dice que pueden, e in-
vestigaciones recientes del proceso normal de razonamiento también
revelan la influencia potencialmente dañina de los sesgos emociona-
les. Por ello es incluso más sorprendente y nuevo que la ausencia de
emoción y sentimiento sea no menos perjudicial, no menos capaz de
comprometer la racionalidad que nos hace distintivamente humanos
y nos permite decidir en consonancia con un sentido de futuro per-
sonal, convención social y principio moral.
Tampoco quiere ello decir que cuando los sentimientos tienen
una acción positiva tomen la decisión por nosotros; o que no seamos
seres racionales. Sólo sugiero que determinados aspectos del proce-
so de la emoción y del sentimiento son indispensables para la racio-
nalidad. En el mejor de los casos, los sentimientos nos encaminan en
la dirección adecuada, nos llevan al lugar apropiado en un espacio
de toma de decisiones donde podemos dar un buen uso a los instru-
mentos de la lógica. Nos enfrentamos a la incerteza cuando hemos
de efectuar un juicio moral, decidir sobre el futuro de una relación
personal, elegir algunos mecanismos para evitar quedarnos sin un
céntimo cuando seamos viejos o planificar la vida que tenemos por
delante. La emoción y el sentimiento, junto con la maquinaria fisio-
lógica oculta tras ellos, nos ayudan en la intimidadora tarea de pre-
decir un futuro incierto y de planificar nuestras acciones en conse-
cuencia.
Empezando por un análisis de un caso memorable del siglo xix,
el de Phineas Gage, cuyo comportamiento fue el primero en revelar
una conexión entre la racionalidad deteriorada y una lesión cerebral
concreta, examino las investigaciones recientes de casos paralelos
modernos y reviso los hallazgos pertinentes que proceden de la in-
vestigación neuropsicológica en seres humanos y animales. A conti-
nuación, propongo que la razón humana depende de varios sistemas
cerebrales, que trabajan al unísono a través de muchos niveles de or-
ganización neuronal, y no de un único centro cerebral. Centros cere-
brales de «alto nivel» y de «bajo nivel», desde las cortezas prefronta-
les al hipotálamo y al tallo cerebral, cooperan en la constitución de
la razón, a—
Los niveles inferiores en el edificio neural de la razón son los mis- i
mos que regulan el procesamiento de las emociones y los sentimien- ¡
tos, junto con las funciones corporales necesarias para la superviven-
cia de un organismo. A su vez, estos niveles inferiores mantienen
relaciones directas y mutuas con prácticamente todos los órganos
corporales, colocando así directamente el cuerpo dentro de la cade-
na de operaciones que generan las más altas capacidades de razona-
miento, toma de decisiones y, por extensión, comportamiento social
y creatividad. La emoción, el sentimiento y la regulación biológica \
desempeñan su papel en la razón humana. Los órdenes inferiores de •
nuestro organismo están en el bucle de la razón elevada.
Es fascinante encontrar la sombra de nuestro pasado evolutivo en
el nivel más distintivamente humano de la función mental, aunque
Charles Darwin ya prefiguró la esencia de este hallazgo cuando es-
cribió sobre el sello indeleble de los orígenes inferiores que los seres
humanos portan en su armazón corporal.2 Pero el que la razón ele-
vada dependa del cerebro inferior no la convierte en razón baja. El
hecho de que actuar según un principio ético requiera la participa-
ción de cableado sencillo en el núcleo cerebral no devalúa el princi-
pio ético. El edificio de la ética no se viene abajo, la moralidad no se
ve amenazada, y en un individuo normal la voluntad sigue siendo la
voluntad. Lo que puede cambiar es nuestra concepción de la mane-
ra en que la biología ha contribuido a que el origen de determinados
principios éticos surja en un contexto social, cuando muchos indivi-
duos con una disposición biológica similar interactúan en circuns-
tancias específicas.
El sentimiento es el segundo tema central de este libro, un tema al
que no llegué a propósito, sino por necesidad, cuando luchaba por
comprender la maquinaria cognitiva y neural que hay detrás del ra-
zonamiento y de la toma de decisiones. Así, pues, una segunda idea
que impregna este libro es que es posible que la esencia de un senti-
miento no sea una cualidad mental escurridiza ligada a un objeto,
sino más bien la percepción directa de un lenguaje específico: el del
cuerpo.
Mi investigación de pacientes neurológicos en los que aparece
menoscabada la experimentación de sentimientos debido a lesiones
cerebrales me ha llevado a pensar que los sentimientos no son tan in-
tangibles como se presumía. Es posible atribuirlos a la mente, y qui-
zá encontrar asimismo su sustrato. Apartándome de las teorías neu-
robiológicas al uso, propongo que las redes críticas en las que se
basan los sentimientos incluyen no sólo la serie de estructuras cere-
brales que se han estudiado tradicionalmente, conocidas como siste-
ma límbico, sino también algunas de las cortezas prefrontales del
cerebro y, lo que es más importante, los sectores del cerebro que car-
tografian e integran señales procedentes del cuerpo.
Conceptualizo la esencia de los sentimientos como algo que el
lector y yo podemos ver a través de una ventana que se abre directa-
mente sobre una imagen continuamente puesta al día de la estructu-
ra y el estado de nuestro cuerpo. Si uno se imagina el panorama des-
de esta ventana como un paisaje, la «estructura» del cuerpo es
análoga a formas de objetos en un espacio, mientras que el «estado»
del cuerpo se parece a la luz y la sombra, al movimiento y al sonido
de los objetos en dicho espacio. En el paisaje de nuestro cuerpo, los
objetos son las visceras (corazón, pulmones, tubo digestivo, múscu-
los), mientras que la luz y la sombra, el movimiento y el sonido re-
presentan un punto en el rango de operación de estos órganos en un
determinado momento. De una manera general, un sentimiento es la
«visión» momentánea de una parte de este paisaje del cuerpo. Tiene
un contenido específico: el estado del cuerpo y los sistemas neurales
específicos que lo soportan: el sistema nervioso periférico y las regio-
nes cerebrales que integran señales relacionadas con la estructura y
la regulación corporales. Debido a que el sentido de este paisaje cor-
poral se halla yuxtapuesto en el tiempo a la percepción o reminiscen-
cia de alguna otra cosa que no es parte del cuerpo (una cara, una
melodía, un aroma), los sentimientos acaban siendo «calificadores»
de esta alguna otra cosa. Pero un sentimiento es más que su esencia.
Como explicaré, el estado corporal calificador, positivo o negativo,
está acompañado y rodeado por un modo de pensar correspondien-
te: rápido y rico en ideas cuando el estado corporal se encuentra en
la banda positiva y agradable del espectro, lento y repetitivo cuando
el estado corporal se desvía hacia la banda doloroso.
En esta perspectiva, los sentimientos son los sensores del encaje o
de la falta del mismo entre la naturaleza y la circunstancia. Y por na-
turaleza quiero decir tanto la naturaleza que heredamos como un pa-
quete de adaptaciones diseñadas genéticamente, como la naturaleza
que hemos adquirido en el desarrollo individual, mediante interac-
ciones con nuestro ambiente social, cuidadosa y voluntariamente
o no. Los sentimientos, junto con las emociones de las que proceden,
no son un lujo. Sirven de guías internas, y nos ayudan a comunicar
a los demás señales que también pueden guiarles. Y los sentimientos
no son intangibles ni esquivos. Contrariamente a la opinión científi-
ca tradicional, los sentimientos son tan cognitivos como otras percep-
ciones. Son el resultado de una disposición fisiológica curiosísima
que ha convertido el cerebro en la audiencia cautiva del cuerpo.
Los sentimientos nos permiten vislumbrar el organismo en su li-
bre curso biológico completo, un reflejo de los mecanismos de la
misma vida mientras se dedican a lo suyo. Si no fuera por la posibi-
lidad de sentir los estados del cuerpo, que de manera innata tienen
ordenado ser dolorosos o gratos, no habría sufrimiento ni dicha, no
existiría deseo ni clemencia, no cabría la tragedia ni la gloria en la
condición humana.
A primera vista, la idea del espíritu humano que aquí se propone
puede no ser intuitiva ni confortable. Al intentar esclarecer los com-
plejos fenómenos de la mente humana corremos el riesgo de simple-
mente degradarlos y disculparlos dando explicaciones. Pero esto
sólo sucederá si confundimos el fenómeno mismo con los compo-
nentes y operaciones distintos que pueden encontrarse tras su apa-
riencia. No estoy sugiriendo esto.
Descubrir que un determinado sentimiento depende de la activi-
dad de varios sistemas cerebrales específicos que interactúan con
varios órganos del cuerpo no disminuye la condición de dicho senti-
miento en tanto que fenómeno humano. Ni la angustia ni la exalta-
ción que el amor o el arte pueden proporcionar resultan devaluadas
al conocer algunos de los innumerables procesos biológicos que los
hacen tal como son. Precisamente debería ser al revés: nuestra ca-
pacidad de maravillarnos debería aumentar ante los intrincados
mecanismos que hacen que tal magia sea posible. Los sentimientos
forman la base de lo que los seres humanos han descrito durante mi-
lenios como el alma o el espíritu humanos.
Este libro también trata de un tercer tema relacionado: que el
cuerpo, tal como está representado en el cerebro, puede constituir
el marco de referencia indispensable para los procesos neurales que
experimentamos como la mente; que nuestro mismo organismo, y
no alguna realidad externa absoluta, es utilizado como referencia de
base para las explicaciones que hacemos del mundo que nos rodea
y para la interpretación del sentido de subjetividad siempre presente
que es parte esencial de nuestras experiencias; que nuestros pensa-
mientos más refinados y nuestras mejores acciones, nuestras mayo-
res alegrías y nuestras más profundas penas utilizan el cuerpo como
vara de medir.
Por sorprendente que pueda parecer, la mente existe en un orga-
nismo integrado y para él; nuestras mentes no serían como son si no
fuera por la interacción de cuerpo y cerebro durante la evolución,
durante el desarrollo individual y en el momento presente. La mente
tuvo que estar primero relacionada con el cuerpo, o no hubiera exis-
tido. Sobre la base de la referencia fundamental que el cuerpo está
proporcionando de forma continua, la mente puede estar relaciona-
da después con muchas otras cosas, reales o imaginarias.
Esta idea se fundamenta en las siguientes afirmaciones: 1) El ce-
rebro humano y el resto del cuerpo constituyen un organismo indi-
sociable, integrado mediante circuitos reguladores bioquímicos y
neurales mutuamente interactivos (que incluyen componentes endo-
crinos, inmunes y neurales autónomos); 2) El organismo interactúa
con el ambiente como un conjunto: la interacción no es nunca del
cuerpo por sí solo ni del cerebro por sí solo; 3) Las operaciones fi-
siológicas que podemos denominar mente derivan del conjunto es-
tructural y funcional y no sólo del cerebro: los fenómenos mentales
sólo pueden comprenderse cabalmente en el contexto de la interac-
ción de un organismo con su ambiente. El hecho de que el ambiente
sea, en parte, el producto de la propia actividad del organismo, no
hace más que subrayar la complejidad de las interacciones que he-
mos de tener en consideración.
No es habitual referirse a los organismos cuando hablamos acer-
ca del cerebro y de la mente. Ha sido tan evidente que la mente sur-
ge de la actividad de las neuronas que sólo se habla de neuronas,
como si su operación pudiera ser independiente de la del resto del
organismo. Pero mientras investigaba trastornos de la memoria,
del lenguaje y de la razón en numerosas personas con lesiones cere-
brales, se me hizo especialmente apremiante la idea de que la activi-
dad mental, desde sus aspectos más simples a los más sublimes, re-
quiere a la vez del cerebro y del cuerpo propiamente dicho. Creo
que, en relación al cerebro, el cuerpo proporciona algo más que el
mero soporte y la simple modulación: proporciona una materia bá-
sica para las representaciones cerebrales.
Existen hechos que apoyan esta hipótesis, razones que indican
que la hipótesis es plausible y razones que señalan que sería magní-
fico que las cosas fueran realmente de esta manera. La principal de
estas últimas es que la primacía del cuerpo que aquí se propone po-
dría esclarecer una de las cuestiones más irritantes desde que los se-
res humanos empezaron a preguntarse sobre su mente: ¿cómo es
que somos conscientes del mundo que nos rodea, que sabemos lo
que sabemos, y que sabemos que lo sabemos?
En la perspectiva de la hipótesis que acaba de formularse, el
amor, el odio y la angustia, las cualidades de bondad y crueldad, la
solución planeada de un problema científico o la creación de un
nuevo artefacto, todos se basan en acontecimientos murales en el in-
terior de un cerebro, a condición de que el cerebro haya estado y esté
ahora interactuando con su cuerpo. El alma respira a través del
cuerpo, y el sufrimiento, ya empiece en la piel o en una imagen men-
tal, tiene lugar en la carne.
* * *
Escribíoste libro como si fuera mi parte de una conversación con
un amigo imaginario, curioso, inteligente y sabio, que sabía poco so-
bre neurociencia pero mucho sobre la vida. Hicimos un trato: la con-
versación habría de proporcionarnos beneficios mutuos. Mi amigo
aprendería acerca del cerebro y de estas misteriosas cosas de la men-
te, y yo me instruiría mientras intentara explicar mi idea de lo que
son el cuerpo, el cerebro y la mente. Estuvimos de acuerdo en no ha-
cer que la conversación se transformara en una conferencia aburri-
da, en no discrepar de forma violenta y en no tratar de abarcar de-
masiado. Yo hablaría sobre hechos establecidos, sobre hechos
dudosos, y sobre hipótesis, aun cuando no pudiera aportar más que
corazonadas para defenderlas. Hablaría de trabajos literalmente en
curso, sobre varios proyectos de investigación que entonces se esta-
ban llevando a cabo, y acerca de esludios que empezarían mucho
después de que la conversación terminara. También acordamos que,
como es propio de una conversación, habría desvíos y rodeos, así
como pasajes que no quedarían claros la primera vez y que podrían
beneficiarse de una segunda visita. Esta es la razón por la que el lec-
tor encontrará que vuelvo sobre algunos temas, de vez en cuando,
desde una perspectiva distinta.
De partida dejé claro mi punto de vista sobre los límites de la
ciencia: soy escéptico respecto a la presunción de objetividad y con-
clusión que tiene la ciencia. Se me hace difícil considerar los resulta-
dos científicos, especialmente en neurobiología, como algo más que
aproximaciones provisionales que pueden disfrutarse durante un
tiempo y que hay que rechazar tan pronto como se dispone de mejo-
res explicaciones. Pero escepticismo sobre el alcance actual de la
ciencia, en especial si se refiere a la mente, no implica una disminu-
ción del entusiasmo por el intento de mejorar las aproximaciones
provisionales.
Quizá la complejidad de la mente humana sea tal que la solución
del problema no podrá saberse nunca debido a nuestras limitaciones
intrínsecas. Quizá ni siquiera debiéramos hablar de problema en ab-
soluto, y referirnos en cambio a un misterio recurriendo a una dis-
tinción entre cuestiones a las que la ciencia puede aproximarse de
manera adecuada y cuestiones que es probable que eludan siempre a
la ciencia.3 Pero, por mucha simpatía que tenga por los que no pue-
den imaginar de qué modo podemos desentrañar el misterio (se les
ha llamado «misterianos»),4 y por los que piensan que se puede lle-
gar a conocer, pero que quedarían desilusionados si la explicación
residiera en algo ya conocido, creo, la mayoría de las veces, que lle-
garemos a saberlo.
A estas alturas, el lector puede haber llegado a la conclusión de
que la conversación no era sobre Descartes ni sobre la filosofía, aun-
que ciertamente era sobre la mente, el cerebro y el cuerpo. Mi amigo
sugirió que debiera tener lugar bajo el Signo de Descartes, puesto
que no había manera de plantear estos temas sin evocar la emblemá-
tica figura que forjó la teoría más comúnmente admitida de su rela-
ción. En este punto me di cuenta de que, curiosamente, el libro tra-
taría del Error de Descartes. El lector, naturalmente, querrá saber
cuál era el Error, pero por el momento debo guardar el secreto. Pro-
meto, sin embargo, que será revelado.
Así, pues, nuestra conversación se inició en serio con la extraña
vida y la extraña época de Phineas Gage.
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