[escepticos] Los príncipes de la Iglesia Católica, contra la soberanía nacional

Tenebris gargantuario en gmail.com
Mie Ene 2 22:40:50 WET 2008


Acabo de recibir el boletín de la FIDA con un interesante artículo de
opinión que considero puede ser de interés para la lista.
http://www.federacionatea.org/

Los príncipes de la Iglesia Católica, contra la soberanía nacional

Javier Fisac Seco, Historiador.

Federación Internacional de Ateos (FIdA).

02.01.08

Acabamos de asistir, atónitos, a una manifestación que el estamento
clerical católico, representado por su más alta jerarquía, los
cardenales y el mismo Papa, han convocado en defensa no de la familia,
sino de una manera de entenderla: la "familia cristiana". Tanto el
cardenal y príncipe de la Iglesia D. Agustín García-Gasco como el no
menos cardenal de la simbólica Toledo, D. Antonio Cañizares -ambos
elegidos, no por la base, sino a dedo por el Papa-, han alegado que
defienden a la familia porque de esa manera "están defendiendo a la
democracia".



Se demuestra así que los príncipes de la Iglesia ignoran, cuando les
conviene, su propia e indivisible historia y teoría del pensamiento
político sobre el origen del Poder, así como cuáles son los
fundamentos de la democracia y de la soberanía nacional, que nada
tienen que ver con la familia, sino con el individuo como sujeto
imprescindible, intransferible e indivisible de derechos.



La iglesia católica, que se consolida y difunde gracias a su
vinculación con todos los poderes imperiales desde Constantino hasta
la desintegración del Imperio Austriaco, y que apoyó a todos los
dictadores fascistas del pasado siglo, tiene una teoría elaborada nada
menos que en el siglo V de nuestra era por el papa Gelasio I sobre la
"doctrina de los dos poderes" o de las dos espadas. En virtud de ésta,
el poder clerical sólo es responsable de sus actos ante Dios. O sea,
que se consideran en realidad irresponsables de sus actos, mientras
que el poder político lo es ante el estamento clerical, que está por
encima y sobre lo público.



Posteriormente, en el año 1075, los Dictatus Papae (Dictámenes del
Papa) atribuidos a Gregorio VII (1073-1085) insisten en la misma idea.
Y en el siglo XIII, la Bula Unam Sanctam del papa Bonifacio VIII se
ratifica en lo anterior en los siguientes términos:



Ambas, la espada espiritual y la espada material, están en poder de la
Iglesia. Pero la segunda es usada para la Iglesia, la primera por
ella; la primera por el sacerdote, la última por los reyes y los
capitanes, pero según la voluntad y con el permiso del sacerdote. Por
consiguiente, una espada debe estar sometida a la otra, y la autoridad
temporal sujeta a la espiritual (…) Si, por consiguiente, el poder
terrenal yerra, será juzgado por el poder espiritual (…) Pero si el
poder espiritual yerra, puede ser juzgado sólo por Dios, no por el
hombre (…) Pues esta autoridad, aunque concedida a un hombre y
ejercida por un hombre, no es humana, sino más bien divina (…) Además,
declaramos, afirmamos, definimos y pronunciamos que es absolutamente
necesario para la salvación que toda criatura humana esté sujeta al
Pontífice romano.



En el contexto de la Revolución francesa y como un arrogante gesto de
negación de los grandes principios de esta revolución y de su
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el Papa Pío
VI, en su Carta Quod aliquantum, "Sobre la libertad", enviada al
cardenal Rochefoucauld y a los obispos de la Asamblea Nacional el 10
de marzo de 1791, dogmatizaba:



A pesar de los principios generalmente reconocidos por la Iglesia, la
Asamblea Nacional se ha atribuido el poder espiritual, habiendo hecho
tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina. Pero
esta conducta no asombrará a quienes observen que el efecto obligado
de la constitución decretada por la Asamblea es el de destruir la
religión católica y con ella, la obediencia debida a los reyes. Es
desde este punto de vista que se establece, como un derecho del hombre
en la sociedad, esa libertad absoluta que asegura no solamente el
derecho de no ser molestado por sus opiniones religiosas, sino también
la licencia de pensar, decir, escribir, y aun hacer imprimir
impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la
imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo
agradar a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos
los hombres. Pero, ¿es que podría haber algo más insensato que
establecer entre los hombres esa igualdad y esa libertad desenfrenadas
que parecen ahogar la razón, que es el don más precioso que la
naturaleza haya dado al hombre, y el único que lo distingue de los
animales? (…) ¿No amenazó Dios de muerte al hombre si comía del árbol
de la ciencia del bien y del mal después de haberlo creado en un lugar
de delicias? y con esta primera prohibición, ¿no puso fronteras a su
libertad? Cuando su desobediencia lo convirtió en culpable, ¿no le
impuso nuevas obligaciones con las tablas de la ley dadas a Moisés? y
aunque haya dejado a su libre arbitrio el poder de decidirse por el
bien o el mal, ¿no lo rodeó de preceptos y leyes que podrían salvarlo
si los cumplía? (…) ¿Dónde está entonces esa libertad de pensar y
hacer que la Asamblea Nacional otorga al hombre social como un derecho
imprescindible de la naturaleza? Ese derecho quimérico, ¿no es
contrario a los derechos de la Creación suprema a la que debemos
nuestra existencia y todo lo que poseemos? ¿Se puede además ignorar,
que el hombre no ha sido creado únicamente para sí mismo sino para ser
útil a sus semejantes? Pues tal es la debilidad de la naturaleza
humana, que para conservarse, los hombres necesitan socorrerse
mutuamente; y por eso es que han recibido de Dios la razón y el uso de
la palabra, para poder pedir ayuda al prójimo y socorrer a su vez a
quienes implorasen su apoyo. Es entonces la naturaleza misma quien ha
aproximado a los hombres y los ha reunido en sociedad: además, como el
uso que el hombre debe hacer de su razón consiste esencialmente en
reconocer a su soberano autor, honrarlo, admirarlo, entregarle su
persona y su ser; como desde su infancia debe ser sumiso a sus
mayores, dejarse gobernar e instruir por sus lecciones y aprender de
ellos a regir su vida por las leyes de la razón, la sociedad y la
religión, esa igualdad, esa libertad tan vanagloriadas, no son para él
desde que nace más que palabras vacías de sentido (…) "Sed sumisos por
necesidad", dice el apóstol San Pablo (Rom. 13, 5). Así, los hombres
no han podido reunirse y formar una asociación civil sin sujetarla a
las leyes y la autoridad de sus jefes. "La sociedad humana", dice San
Agustín (S. Agustín, Confesiones), "no es otra cosa que un acuerdo
general de obedecer a los reyes"; y no es tanto del contrato social
como de Dios mismo, autor de la naturaleza, de todo bien y justicia,
que el poder de los reyes saca su fuerza. "Que cada individuo sea
sumiso a los poderes", dice San Pablo, todo poder viene de Dios; los
que existen han sido reglamentados por Dios mismo: resistirlos es
alterar el orden que Dios ha establecido y quienes sean culpables de
esa resistencia se condenan a sí mismos al castigo eterno (…) Pero
para hacer desvanecer del sano juicio el fantasma de una libertad
indefinida, sería suficiente decir que éste fue el sistema de los
Vaudois y los Beguards condenados por Clemente V con la aprobación del
concilio ecuménico de Viena: que luego, los Wiclyfts y finalmente
Lutero se sirvieron del mismo atractivo de una libertad sin freno para
acreditar sus errores: "nos hemos liberados de todos los yugos",
gritaba a sus prosélitos ese hereje insensato. Debemos advertir, a
pesar de todo, que al hablar aquí de la obediencia debida a los
poderes legítimos, no es nuestra intención atacar las nuevas leyes
civiles a las que el rey ha dado su consentimiento y que no se
relacionan más que con el gobierno temporal que él ejerce. No es
nuestro propósito provocar el restablecimiento del antiguo régimen en
Francia: suponerlo, sería renovar una calumnia que ha amenazado
expandirse para tornar odiosa la religión: no buscamos, ustedes y
nosotros, más que preservar de todo ataque los derechos de la Iglesia
y de la sede apostólica.



El 8 de diciembre de 1864, Pío IX en su encíclica Quanta cura, volvía
a manifestarse contra los valores democráticos:



Condenamos los errores principales de nuestra época tan desgraciada,
excitamos vuestra eximia vigilancia episcopal, y con todo Nuestro
poder avisamos y exhortamos a Nuestros carísimos hijos para que
abominasen tan horrendas doctrinas y no se contagiaran de ellas (...)
Opiniones falsas y perversas, que tanto más se han de detestar cuanto
que tienden a impedir y aun suprimir el poder saludable que hasta el
final de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica por
institución y mandato de su divino Fundador, así sobre los hombres en
particular como sobre las naciones, pueblos y gobernantes supremos;
errores que tratan, igualmente, de destruir la unión y la mutua
concordia entre el Sacerdocio y el Imperio, que siempre fue tan
provechosa así a la Iglesia como al mismo Estado (...) Y con esta idea
de la gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar
aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y
a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor,
locura, esto es, que "la libertad de conciencias y de cultos es un
derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe
proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos
tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la
máxima publicidad - ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo
cualquiera -, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan
reprimirla en ninguna forma". Al sostener afirmación tan temeraria no
piensan ni consideran que con ello predican la libertad de perdición,
y que, si se da plena libertad para la disputa de los hombres, nunca
faltará quien se atreva a resistir a la Verdad, confiado en la
locuacidad de la sabiduría humana pero Nuestro Señor Jesucristo mismo
enseña cómo la fe y la prudencia cristiana han de evitar esta vanidad
tan dañosa. (…) Se atreven a proclamar que "la voluntad del pueblo
manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye
una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el
orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados,
tienen ya valor de derecho"(...) Apoyándose en el funestísimo error
del comunismo y socialismo, aseguran que "la sociedad doméstica debe
toda su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo
de la ley civil se derivan y dependen todos los derechos de los padres
sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la instrucción y de la
educación". Con esas máximas tan impías como sus tentativas, no
intentan esos hombres tan falaces sino sustraer, por completo, a la
saludable doctrina e influencia de la Iglesia la instrucción y
educación de la juventud, para así inficionar y depravar míseramente
las tiernas e inconstantes almas de los jóvenes con los errores más
perniciosos y con toda clase de vicios (...) Ni se avergüenzan al
afirmar que "las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, sino se
promulgan por la autoridad civil; que los documentos y los decretos
Romanos Pontífices, aun los tocantes de la Iglesia, necesitan de la
sanción y aprobación - o por lo menos del asentimiento- del poder
civil (...) Enseñad que los reinos subsisten  apoyados en el
fundamento de la fe católica..."



Finalizando el siglo XIX, el Papa León XIII vuelve a la carga con su
carta encíclica Quod Apostolici Muneris contra el socialismo, el
comunismo y el nihilismo, en la que afirma las mismas ideas y,
dogmatizando sobre el "poder" y la doctrina católica, dice:



La verdad es que la Iglesia inculca constantemente a la muchedumbre de
los súbditos este precepto del Apóstol: No hay potestad sino de Dios;
y las que hay, de Dios vienen ordenadas; y así, quien resiste a la
potestad, resiste a la ordenación de Dios; mas los que resisten, ellos
mismos se atraen la condenación. Y en otra parte nos manda que la
necesidad de la sumisión sea no por temor a la ira, sino también por
razón de la conciencia; y que paguemos a todos lo que es debido: a
quien tributo, tributo; a quien contribución, contribución; a quien
temor, temor; a quien honor, honor. Porque, a la verdad, el que creó y
gobierna todas las cosas dispuso, con su próvida sabiduría, que las
cosas ínfimas a través de las intermedias, y las intermedias a través
de las superiores, lleguen todas a sus fines respectivos.



Y si en la Rerum Novarum ratifica que "el poder político viene de Dios
y no es sino una cierta participación de la divina soberanía", en la
encíclica Inmortale Dei, publicada el 1º de noviembre de 1885,
dirigida a la extrema derecha francesa y fundamento teórico del
totalitarismo, León XIII vuelve a dogmatizar:



…De donde se sigue que el poder público por sí propio, o esencialmente
considerado, no proviene sino de Dios, porque sólo Dios es el
verdadero y Supremo Señor de las cosas, al cual necesariamente todas
deben estar sujetas y servir, de modo que todos los que tienen derecho
de mandar, de ningún otro lo reciben si no es de Dios, Príncipe Sumo y
Soberano de todos. No hay potestad sino de Dios (…) El derecho de
soberanía, por otra parte, en razón de sí propio, no está
necesariamente vinculado a tal o cual forma de gobierno; se puede
escoger y tomar legítimamente una u otra forma política, con tal que
no le falte capacidad de cooperar al bienestar y a la utilidad de
todos(...) En la esfera política y civil las leyes se enderezan al
bien común, debiendo ser dictadas, no por el voto apasionado de las
muchedumbres, fáciles de seducir y arrastrar, sino por la verdad y la
justicia; la majestad de los príncipes reviste cierto carácter sagrado
y casi divino y está refrenada para que ni decline de la justicia ni
se exceda en su mandar; la obediencia de los ciudadanos tiene por
compañeras la honra y la dignidad, porque no es esclavitud o
servidumbre de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios,
que reina por medio de los hombres. Una vez que esto ha entrado en la
persuasión, la conciencia entiende, al momento, que es un deber de
justicia el respetar la majestad de los príncipes, obedecer constante
y lealmente a la pública autoridad, no promover sediciones, y observar
religiosamente las leyes del Estado(…) Según esto, como se ve
claramente, el Estado no es sino la muchedumbre, señora y gobernadora
de sí misma; y, como se dice que el pueblo mismo es la única fuente de
todos los derechos y de toda autoridad, se sigue que el Estado no se
creerá obligado hacia Dios por ninguna clase de deber; que no
profesará públicamente ninguna religión, ni deberá buscar cuál es,
entre tantas, la única verdadera, ni preferirá una cualquiera a las
demás, ni favorecerá a una principalmente, sino que concederá a todas
ellas igualdad de derechos, con tal que el régimen del Estado no
reciba de ellas ninguna clase de perjuicios. De lo cual se sigue
también dejar al arbitrio de los particulares todo cuanto se refiera a
la religión, permitiendo que cada uno siga la que prefiera, o ninguna,
si no aprueba ninguna. De ahí la libertad de conciencia, la libertad
de cultos, la libertad de pensamiento y la libertad de imprenta (...)
En efecto; la naturaleza misma enseña que toda la potestad, cualquiera
que sea y dondequiera que resida, proviene de su suprema y augustísima
fuente que es Dios; que la soberanía popular que dicen residir
esencialmente en la muchedumbre independientemente de Dios, aunque
sirve a maravilla para halagar y encender las pasiones, no se apoya en
razón alguna que merezca consideración, ni tiene en sí bastante fuerza
para conservar la seguridad pública y el orden tranquilo de la
sociedad. En verdad, con tales doctrinas han llegado las cosas, a tal
punto que muchos tienen como legítimo el derecho a la rebelión, y ya
prevalece la opinión de que, no siendo los gobernantes sino delegados
que ejecutan la voluntad del pueblo, es necesario que todo sea
inestable como la voluntad de éste, y que se ha de vivir siempre con
el temor de disturbios y sublevaciones (...) Por lo mismo, la absoluta
libertad de pensamiento y de imprenta, en forma tan amplia como
ilimitada, no es por sí misma un bien de que justamente pueda
alegrarse la sociedad humana, sino la fuente y el origen de muchos
males (...) De estas enseñanzas pontificias se deduce haber de
retener, sobre todo, que el origen de la autoridad pública hay que
ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es
contrario a la razón misma; que no es lícito a los particulares, como
tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o mirar
con igualdad unos y otros cultos, aunque contrarios; que no debe
reputarse como uno de los derechos de los ciudadanos, ni como cosa
merecedora de favor y amparo, la libertad desenfrenada de pensamiento
y de prensa (...) Sin duda ninguna si se compara esta clase de Estado
moderno de que hablamos con otro Estado, ya real, ya imaginario, donde
se persiga tiránica y desvergonzadamente el nombre cristiano, aquél
podrá parecer más tolerable. Pero los principios en que se fundan son,
como antes dijimos, tales, que nadie los puede aprobar.



Y terminaba diciendo en De Inmortale Dei:



No es, por tanto, la sociedad civil, sino la Iglesia, la que ha de
guiar los hombres a la patria celestial; a la Iglesia ha dado Dios el
oficio y deber de definir y juzgar en materias de religión; el enseñar
a todas las gentes y ensanchar cuanto pudiere el imperio del nombre de
Cristo; en una palabra, el de gobernar, libremente o sin trabas y
según su propio criterio, la cristiandad entera.



Estas teorías fueron defendidas por Gil Robles y puestas en práctica
por Franco, apoyado durante la "guerra civil española" por el
estamento clerical, en el "Fuero del Trabajo", promulgado el 9 de
marzo de 1938, y en cuya introducción se afirma:



Renovando la tradición católica de justicia social y alto sentido
humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado
Nacional, en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la
integridad patria y sindicalista, en cuanto representa una reacción
contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la
tarea de realizar –con aire militar, constructivo y gravemente
religioso, la Revolución que España tiene pendiente y que ha de
devolver a los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan y
la Justicia [1].



En 1967 fue modificado este texto original por otro que se limitaba a
decir: "Renovando la tradición católica de justicia social y alto
sentido humano que informó la legislación de nuestro glorioso pasado,
el Estado asume la tarea de garantizar a los españoles la Patria, el
Pan y la Justicia".



En coherencia con esta concepción sobre el origen del poder y el no
reconocimiento del individuo, o del ciudadano, como sujeto de
derechos, se propone que la familia, siempre que sea cristiana y sólo
si es cristiana, es el fundamento último y básico de la sociedad. Sin
embargo, en ninguna constitución democrática, desde las primeras que
fueron proclamadas hasta las de hoy día, se da a la familia esta
responsabilidad porque los derechos no son ni familiares ni
supraindividuales, sino que sólo son y sólo pueden ser individuales.
Porque el derecho al voto no es un derecho familiar sino individual;
porque el derecho a pensar no es un derecho familiar, sino individual;
porque el derecho a contraer matrimonio y a separarse no es un derecho
familiar, sino individual… Y así todos los derechos expuestos en la
Constitución española y en la Declaración Universal de Derechos
Humanos, que también son individuales.



De manera que, contradiciendo la preocupación que el estamento
clerical, al servicio de una forma de Gobierno teocrática, cuya
cabeza, o jefe, reside en el Estado Vaticano, manifiesta sobre los
riesgos que corre la democracia si se desintegrase la familia
cristiana, ocurre todo lo contrario: que mientras se fortalezca  y
consolide al individuo, a sus derechos y a su exclusiva capacidad para
pensar y decidir por sí mismo, la democracia se fortalecerá.



Por lo que se ve, el clero teocrático y los demócratas hablamos de
cosas diferentes. El problema es que ellos, fieles a sus concepciones
medievales y antidemocráticas sobre el poder, no se enteran.



NOTAS



[1] Solé-Tura, J., "El Régimen Político español", en Duverger, M.,
Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, Ediciones Ariel,
Barcelona, 1970, p. 539; Tuñón de Lara, M., "La crisis del Estado:
Dictadura, República y Guerra (1923-1939), en Historia de España, T.
IX,  Labor, Madrid, 1985, p. 420.

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