[escepticos] La Loteria en Babilonia (Jorge Luis Borges, 1941)
Curzio Malaparte
kurt.suckert en gmail.com
Vie Nov 28 09:36:33 WET 2008
Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos,
esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles.
Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la
capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo; es el segundo símbolo, Beth.
Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres
cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches
sin luna deben obediencia a los de Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un
sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de
la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el
pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la
incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del
estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el
pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba
haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar
vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aún a la
impostura. Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras
repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la
lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de
acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el
hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería
es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco
en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón.
Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún
asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo
murmuran los hombres velados. Mi padre refería que antiguamente ¿cuestión de
siglos, de años? la lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo.
Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por monedas de
cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno
día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración
del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como
ven ustedes. Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era
nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su
esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas
loterías venales, comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma:
la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números
favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados
corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces
cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un
número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los
babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era
considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado
se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados
los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela
entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios
si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una
demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y
las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para
defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder de
la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico. Poco después, los informes
de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a
publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese
laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la
primera aparición en la lotería de «elementos no pecuniarios». El éxito fue
grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar
los números adversos. Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto
de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos
se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de
cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre
determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más
directas. Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del
colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las
vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable
o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El
justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la
lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado
los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender)
que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un
esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le
quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un
billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en
su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo
porque así lo había determinado el azar... Hubo disturbios, hubo efusiones
lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su
voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud
sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la
suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y
complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la
lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria
de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre
automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en
los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino
hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada
feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un
enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del
cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una
jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un
solo hecho -el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B- era
la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era
difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y
son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que
ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su
virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de
las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para
indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual,
disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había
una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento
acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas
malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo
alfabético recogía esas noticias de variable veracidad. Increíblemente, no
faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó
directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas
un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza
doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden
del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo.
Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no
desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de
consultarlos), funcionaban sin garantía oficial. Esa declaración apaciguó
las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos
por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la
Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero
trataré de explicarlo. Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta
entonces una teoría general de los juegos. El babilonio es poco
especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su
esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes
laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la
declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de
carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura
siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica
infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en
todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar
dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte -la
reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas
al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable
reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no
entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir, siquiera
de modo simbólico. Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un
hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone
(digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden
iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden
reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro,
digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la
enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el
esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna
decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que
infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el
tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del
Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los
sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que
adoran los platónicos... Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber
retumbado en el Tíber: Ello Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo,
refiere que este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a
los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez
moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó
en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo. También hay sorteos
impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas
del Eufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre
se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un gramo de
arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a
veces, terribles. Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras
costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de
vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una
víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de
introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración he
falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna
misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces
del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las
operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente,
no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan
contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un documento
paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de
un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada
uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de
interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta. La Compañía,
con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural,
son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente)
no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse
de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el
soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que
duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía?
Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de
conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe
la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente
hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta
la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la
Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el
grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los
entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha
existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente
afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no
es otra cosa que un infinito juego de azares.
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