[escepticos] Muñoz Molina mete caña

Miguel Martínez mimartin en cepymearagon.es
Jue Ene 4 23:56:27 WET 2007


Para que no se diga, transcribo un artículo de Muñoz Molina hoy en EL PAIS, 
muy en la línea de esta lista:

Miguel A

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EL PAÍS - Opinión - 04-01-2007
En un país tan religioso como los Estados Unidos, uno de los éxitos 
literarios de la temporada viene siendo The God Delusion, de Richard 
Dawkins, una apología pasional del ateísmo y de la racionalidad que es 
también una denuncia del estatuto privilegiado que otorgan a la religión las 
sociedades laicas. Dawkins es probablemente el divulgador científico más 
riguroso y con más talento literario que escribe ahora mismo en la lengua 
inglesa. El atractivo de su escritura procede tanto de la claridad con que 
explica las indagaciones y descubrimientos de la biología evolutiva como de 
su ímpetu de polemista empeñado en la defensa del legado de Darwin, a la que 
dedicó entero uno de sus mejores libros, The Blind Watchmaker, título que 
sin duda habría merecido la aprobación de Borges.
Dawkins es un científico volcado al proselitismo en una época paradójica en 
la que el progreso de la ciencia y los logros de la tecnología son 
extrañamente compatibles con la popularidad abrumadora de los fanatismos 
religiosos y de las más frívolas creencias en las baratijas de lo 
sobrenatural. Hubo tiempos más inocentes en los que se imaginó que según 
fueran avanzando las explicaciones racionales de la naturaleza se aliviaría 
el peso de la superstición, y que el desarrollo económico y el bienestar 
irían disolviendo formas de integrismo nacidas de la ignorancia y 
alimentadas por la pobreza. Pero ahora hemos visto que, igual que el siglo 
XX empezó en realidad en 1914 con las primeras carnicerías industriales de 
la Gran Guerra, el comienzo del siglo XXI tuvo lugar en Nueva York el 11 de 
septiembre de 2001 con una proclamación de furia religiosa que irrumpió con 
toda la eficacia destructiva de la tecnología moderna y a la vez con toda la 
vehemencia sanguinaria de las matanzas medievales de infieles.

El 11 de septiembre está en el origen del alegato ateo y racionalista de 
Richard Dawkins: también es la sombra que se proyecta sobre cada página de 
otro libro publicado un par de años antes, The End of Faith, de Sam Harris, 
que este otoño ha continuado alimentando el debate con una Letter to a 
Christian nation. Si Dawkins se empeña en una refutación detallada -y a mi 
juicio en gran medida innecesaria- de las diversas demostraciones de la 
existencia de Dios urdidas a lo largo de los siglos, Harris concentra su 
esfuerzo dialéctico en recapitular algunas de las catástrofes que las 
religiones organizadas vienen desatando sobre el mundo desde los tiempos en 
que se redactaron los códigos feroces del Antiguo Testamento. Que Dios 
exista o no es al fin y al cabo un enigma lejano que le importa mucho menos 
que el efecto inmediato y material de la obcecación de muchas personas 
convencidas no sólo de su existencia, sino también de su participación 
minuciosa en los asuntos humanos, y de su propensión al parecer inveterada a 
proveer de legitimidad celestial a los mayores absurdos y las más cruentas 
salvajadas cometidas en su nombre. Dawkins es británico, y Harris 
norteamericano: el uno vive en un país en el que la religión establecida se 
ha vuelto más bien irrelevante, mientras que el otro presencia a diario en 
el suyo la pavorosa influencia que el integrismo cristiano tiene en las 
vidas de decenas de millones de sus compatriotas, entre ellos su presidente 
y algunos de sus consejeros más cercanos.

Ya es grave -y con frecuencia letal- que una parte enorme de la humanidad 
considere que unos libros originados en el Medio Oriente neolítico o entre 
los nómadas de los desiertos de Arabia en el siglo VII ofrecen una 
explicación completa y satisfactoria del origen del mundo, así como un 
manual para la convivencia política y la conducta personal, incluidas las 
aficiones sexuales. Pero más grave aún, sugieren Dawkins y Harris, es que en 
nombre de la tolerancia y del multiculturalismo las religiones gocen en las 
sociedades liberales de un respeto unánime que las mantiene a salvo de 
cualquier crítica y les concede privilegios que no se reconocen a ninguna 
idea ni comportamiento no legitimados por ellas. Estamos dispuestos a 
discutir cualquier opinión sobre economía o sobre el servicio militar o 
sobre la educación de los hijos: pero ante los más disparatados dogmas 
religiosos la posición más común entre personas progresistas y no creyentes 
es un educado silencio, cuando no una activa muestra de simpatía hacia el 
ejercicio de quién sabe qué enriquecedora costumbre en la que muy fácilmente 
encontraremos una muestra de diversidad cultural. El mismo espectáculo 
lamentable al que asistió Europa con motivo de la condena a muerte contra 
Salman Rushdie en 1989 con motivo de sus Versos Satánicos se repitió el año 
pasado con las caricaturas escandinavas de Mahoma: en vez de salir 
incondicional y gallardamente en defensa de la libertad de expresión, 
escritores, periodistas y medios públicos que viven de ella prefirieron 
lamentar con una mezcla de hipocresía y de papanatismo que se hubiera 
ofendido la sensibilidad musulmana.

La otra forma de ceguera intelectual frente a la religión que irrita por 
igual a Richard Dawkins y a Sam Harris consiste en rebajar o incluso en 
negar del todo su verdadera responsabilidad en los desastres relacionados 
con ella. Se califica de limpieza étnica la emprendida tan sanguinariamente 
en Yugoslavia a principios de los años noventa, escondiendo el hecho de que 
las diferencias entre croatas, serbios y bosnios no eran étnicas, sino 
religiosas. Todos los verdugos y todas las víctimas hablaban el mismo idioma 
y tenían el mismo aspecto físico: lo que los impulsaba a matar o los 
destinaba a morir era que fuesen católicos, ortodoxos o musulmanes. El credo 
de cada uno determinaba su pertenencia ciega a una variedad homicida de 
nacionalismo. Musulmanes fanáticos eran Muhammad Atta y los 18 secuaces que 
le acompañaban en el secuestro de los aviones y el ataque a las Torres 
Gemelas en la mañana del 11 de septiembre, pero la ortodoxia progresista no 
considera que la religión tuviera una influencia decisiva en aquella 
masacre: la culpa es de la pobreza, o de la humillación imperialista a la 
que está sometido el mundo árabe, o de la desgracia del pueblo palestino.

Hay un matiz peculiar que se

observa en España, y no sé si también en América Latina: personas que se 
escandalizarían ante cualquier tentativa de limitar el derecho a la sátira 
de las creencias o de la Iglesia católica tienden al mismo tiempo a 
considerar ilegítimo que se satirice al islam.

Pero lo que está en juego es algo más que el ejercicio libre de la crítica, 
ganado a pulso a lo largo de siglos en Europa y América, en una perpetua 
rebeldía contra las diversas formas de tiranía política y ortodoxia 
eclesiástica, con frecuencia aliadas entre sí. El peligro de la autocensura 
y del sometimiento personal al miedo es tan evidente como el precio que 
pagaron algunos editores y traductores de Salman Rushdie, y el asesinato de 
Theo van Gogh o el doble exilio de Ayaan Hirsi Ali contienen mensajes muy 
explícitos que nadie está en condiciones de ignorar. La amenaza es mucho más 
aterradora, y afecta a la supervivencia misma del mundo tal como lo 
conocemos: "No podemos seguir ignorando el hecho", escribe Sam Harris, "de 
que miles de millones de nuestros semejantes creen en la metafísica del 
martirio, o en la verdad literal del libro del Apocalipsis, o en cualquiera 
de las demás fantásticas nociones que han rondado durante milenios en las 
mentes de los fieles, porque esos semejantes poseen ahora armas químicas, 
biológicas y nucleares". Gracias a millones de votantes intoxicados por un 
cristianismo cavernario George W. Bush llegó a la presidencia de los Estados 
Unidos, y su convicción expresa de encontrarse en contacto personal con Dios 
no fue sin duda ajena a la calamidad de la invasión de Irak; la India y 
Pakistán, países que existen por separado tan sólo en virtud de sus 
distintas religiones, se desafían mutuamente con el despliegue de sus armas 
nucleares, y no existe ninguna seguridad de que Pakistán no vaya a sucumbir 
cualquier día a un golpe integrista. Los fanáticos que gobiernan Irán no 
parece que vayan a tardar mucho en poseer una bomba atómica: pero da más 
miedo todavía imaginar la relativa facilidad con que podría obtenerla un 
grupo terrorista inflamado por visiones de martirio apocalíptico.

Estas cavilaciones tenebrosas me traen el recuerdo de una de las novelas más 
desoladoras que he leído mucho tiempo, y que apareció en los Estados Unidos 
en las mismas fechas que el libro de Richard Dawkins. Se trata de The Road, 
de Cormac McCarthy. Leí los dos libros ansiosamente a la vez, un poco antes 
de que cayera en mis manos el de Sam Harris, pero sólo ahora caigo en la 
cuenta de la conexión entre ellos. The Road tiene un aire ligeramente 
anacrónico, porque pertenece a un género literario que fue muy popular en 
los años peores de la Guerra Fría, el de las novelas que retratan el mundo 
posterior a un holocausto nuclear. Un hombre de unos cuarenta años y su hijo 
de diez viajan hacia el sur atravesando un paisaje de destrucción absoluta, 
en el que el fuego ha calcinado bosques y arrasado ciudades, y por el que 
deambulan unos pocos seres humanos enloquecidos por el hambre, reducidos a 
la barbarie y al canibalismo. Los ríos están envenenados y la tierra entera 
yace bajo las nubes tóxicas de un invierno perpetuo: el hombre y el niño 
huyen en busca de la incierta posibilidad de un mundo menos inhabitable a la 
orilla del mar.

The Road está escrito en un tono de parábola o de profecía, aunque en ningún 
momento se revela la causa de tanta destrucción. Hubo una luz cegadora y 
todos los relojes se pararon diez años atrás. La prosa de McCarthy -tan 
barroca otras veces- aquí es de una sequedad tan árida que parece que araña. 
Tiene una precisión alucinatoria, que puede saltar en una sola línea de la 
pura exactitud poética a los detalles de la crueldad más obscena. Es casi 
tan sofocante como el aire envenenado de ceniza que los personajes sólo 
pueden respirar filtrado por los pañuelos con los que se cubren la cara.

Tuve esa sensación de respirar ceniza en la mañana del 12 de septiembre de 
2001, cuando intentaba acercarme lo más posible al bajo Manhattan. En las 
novelas apocalípticas que uno leía en su lejana adolescencia estaba siempre 
muy clara la razón del desastre que casi había aniquilado la vida sobre la 
Tierra. Ahora sabemos lo cerca que estuvo el mundo del cumplimiento de 
aquellas profecías durante la crisis de los misiles de 1962, pero quizás nos 
faltan lucidez o coraje para mirar de frente las señales de peligro que 
apuntan en sus libros Richard Dawkins y Sam Harris, o para resolver el 
enigma implícito en la novela magnífica y perturbadora de Cormac McCarthy. 
Quién sabe si Jruschov y Kennedy se habrían vuelto atrás casi en el último 
momento en el caso de que cualquiera de los dos hubiera estado convencido de 
que la voluntad de Dios inspiraba sus actos.



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